En casa hay un palo de lluvia, una planta erecta, que suele exhibir las hojas muy verdes, peinadas como crin de caballo; tiene un tronco grueso, que exhala redondez sin ceder. No es como esas plantas que empiezan con un grosor y se van intimidando a medida que crecen, mostrando en la punta de la planta un gajo que se comienza a curvar.
El palo de lluvia tiene una presencia contundente en ambos extremos y no hay posibilidades de que vaya a declinar.
Tienen un corazón de ángel, cada tantos años en una época que nunca sé precisar emana ese olor dulce, con alcohol que embriaga al descuidado; florece como si se arrepintiera de algo, llora lágrimas pegajosas, con una consistencia como de la miel.
Suele asomarse hacia el balcón dejando volar sus hojas, como tratando de succionarlo hacia el interior.
El palo de lluvia atrae el viento, protegiendo a las otras especies del resto de las macetas.
A veces, en un tiempo que algunos dicen que es porque está enamorado, desprende un aroma espeso, que contamina incluso el sabor de la comida que puedas estar paladeando cerca de él, tiene la propiedad de volver todo empalagoso, incluso el viento que nos entrega.
El palo de lluvia tiene corazón de ángel, vuela y huele como uno, lo extraño es que tiene costumbres más bien de leviatán.
Según el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce (1868), el palo de lluvia practica la Fidelidad, que es la virtud propia de quienes están a punto de ser traicionados; el viento que atrae deposita semillas de otras plantas ahí donde él necesita crecer, produce ese olor de incienso como un argumento dirigido a la nariz y es partidario, seguidor de algo que todavía no ha conseguido.
Angel y demonio que vive en el jardín.
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