Un mes después de la fiesta, el día de la primavera, sucedió el primer hecho extraordinario. La pizzería había trabajado mucho durante toda la jornada y para la noche estaban todos muy cansados. Sin embargo, reinaba el buen ánimo. Hacia las once de la noche les pidieron a Horacio y Sixto que dieran una mano en el mostrador. Se cambiaron el delantal, Horacio tomó los cuchillos y empezó a despachar, Sixto a su derecha envolvía para llevar.
Cortaba, servía, pedía nuevos cortes, limpiaba, todo a ritmo frenético. A la media hora recibió de una mano femenina un vale de caja por tres porciones de muzzarella con fainá. Cuando levantó la vista, vio el inconfundible rostro de Helena. Se estremeció. Ella alzó sus cejas y esbozó una sonrisa para hacerle saber que lo había reconocido.
Sintió vergüenza de estar allí, era la prueba de su destino de pizzero. Vestido de blanco, lleno de grasa, transpirado, detrás del mostrador y frente a Helena, la hija del emperador de las motos, una especie de Menelao de Devoto que poco tiempo antes lo había rechazado como empleado… ¡De yerno, ni hablar!
Ella, muy divertida, lo miró a los ojos y sostuvo la mirada. Horacio empezó a flotar como en la entrevista laboral. Obnubilado, alargó el brazo derecho y le entregó en mano un plato de acero inoxidable con las dos porciones de una muzzarella que se derretía, aunque no tanto como él. Sus setenta millones de células habían respondido sexualmente frente al estímulo. Estalló, se le enrojecieron las mejillas y su corazón se aceleró sin previo aviso. Ya no pudo pensar en lo que estaba haciendo. Ella recibió el plato sin bajar la mirada, giró y volvió con sus amigas.
En los instantes posteriores confundió pedidos y mezcló los paquetes de varios clientes. El techo de la pizzería había desaparecido. Por instantes se paralizaba como juguete a pilas, atontado detrás del mostrador. No lograba reaccionar con el cuchillo aceitado en la mano derecha.
Fueron minutos interminables, hasta que logró calmarse y volver a ser el dueño de su cuerpo.
Los compañeros advirtieron la escena, sobre todo Rafael, que esa noche estaba en la caja y desde lejos lo observaba. Los muchachos cruzaron miradas y sonrisas.
Helena comía parada con sus dos amigas, charlaban animadamente y se reían mirándolo cada tanto, como si hablaran de él. Era todo muy evidente.
Las voces del gentío y los ruidos se mezclaban. El aire espeso, tibio y perfumado a leña se sentía viscoso y atrayente, la atmósfera resultaba familiar, divertida, sensual y, en cierto sentido, orgiástica. Daban ganas de estar allí adentro comiendo y bebiendo sin límites, era una fiesta de la abundancia y de la renovación de la vida, era la primavera. También una fiesta futbolística: Vélez le había ganado a Estudiantes y lideraba la tabla de posiciones.
Cuando Horacio logró pensar, se dijo: “Esta histérica me está gastando con sus amigas: de empleado del padre a pizzero”. Apareció en su mente la imagen de la madre diciéndole que estudiara inglés, y volvió a escuchar la voz involuntaria en la nuca: “Sos un pelotudo, sos un verdadero pelotudo, nunca vas a tener lo que querés”. Mientras se flagelaba, la rubia hizo lo inesperado. Se acercó al mostrador abriéndose paso entre varios parroquianos y se paró frente a él.
—¿A qué hora salís? —le preguntó.
—Esa pregunta se la hacen los galanes a las meseras en las películas.
—Sí, pero acá el mesero sos vos. Yo qué culpa tengo. ¿Me decís la hora o no? —Helena dibujó en su rostro la sonrisa que lo había estremecido dos meses atrás.
—Hoy salgo tarde, cerca de la una porque tenemos mucha gente —Horacio tragó saliva antes de responder—. ¿Dónde te veo?
—En la oficina donde te entrevistó mi viejo en Bermúdez y Beiró. Si tenés ganas, venite, vamos a caminar un rato y después estaremos allá. ¿Te acordás dónde es?
—Sí.
—Nos vemos más tarde, chau.
Helena se fue y Horacio quedó noqueado el resto de la noche. Desde que lo había plantado la flaquita no tenía una cita de ese calibre.
A la una cerraron, limpiaron y armaron la mesa para cenar, estaban con hambre y muy cansados. Habían preparado un vacío al horno con papas. Cuando se sentaron a comer el equipo estaba completo: Perfecto, Manolo, Manuel, el Cholo, Francisco Acuña, Bernardo el hijo de Perfecto, los mozos, Sixto, Marcelo, el salteño Rafael y varios ayudantes.
Fue precisamente Rafael quien rompió el fuego en la mesa.
—¿La rubia que te saludó es de tu familia, hermana, prima o algo así? —inquirió en voz alta.
—No, es una conocida. Pueden hablar que no me ofendo…
Se escucharon risas.
—Te pusiste nervioso con la conocida, a la vieja que tenías primero le diste las empanadas de carne que eran para un pendejo; se las llevó sin darse cuenta y él se fue con las dos porciones de fugazzetta y la sopa inglesa de la vieja que viene siempre, la de la mitad de cuadra —dijo Sixto.
Estallaron las carcajadas en el salón.
—Ninguno volvió a reclamar… ¡Al final la gente se morfa cualquier cosa! —completó Rafael.
Horacio se sintió contento con la situación.
—¿Y hasta dónde llega el conocimiento que tenés de la rubia? —preguntó uno de los mozos—. ¿Es un conocimiento bíblico?
—Por ahora sé el nombre y el apellido, voy a intentar conocer algo más… si lo logro les cuento.
Perfecto alzó la copa llena de vino tinto con un golpe de soda e invitó un brindis:
—¡Ése es nuestro pollo! ¡Que viva el conocimiento!