Imaginaos lo que tiene que ser para una isleña ser claustrofóbica. La ignorancia da la felicidad, dicen algunos, y hasta cierto punto es verdad; porque yo, cuando era pequeña, y si bien siempre he tenido esa fobia, no había tomado conciencia todavía de lo pequeño que es el trozo de tierra en el que estoy y de lo grande que es el mundo que me rodea. Sin embargo, recuerdo la primera vez que vi un mapa como si fuera ayer: vi ese puntito diminuto en el que estoy, vi toda esa agua inmensa rodeándome, apresándome, y, entonces, sentí pánico. Sí, aquella fue la primera vez que experimenté un ataque de pánico.
Desde entonces, soy incapaz de mirar el mar demasiado tiempo. En donde vivo, en Canarias, es extraño que no te guste la playa, pero todavía lo es más tenerle fobia al mar. En fin, eso para los limitados que son incapaces de sentir empatía y de ponerse en la piel de otras personas. Yo no soporto vivir aquí, y, por eso, desde los trece años tuve claro que, en cuanto terminase Bachillerato, me iría a estudiar a la península. Daba igual qué, cómo y por qué, pero lo haría. Y ese momento ha llegado. Por eso, antes de estar aquí sentada escribiendo esto dediqué el tiempo a buscar ofertas de mudanzas a Madrid.
Sí, ofertas, porque no trabajo y no tengo un duro; y, si bien mis padres se han ofrecido a ayudarme, no quiero chupar del bote más de lo debido. He solicitado beca y tal vez me la den, pero no es suficiente: necesito pagar lo menos posible de mudanzas a la península desde Canarias, así que tengo que afinar bien la vista para encontrar una empresa de mudanzas en Canarias y en España que merezca la pena. Ahora mismo necesito tanto marcharme que me da igual cuánto me cueste. |