Hay un jardín de unos pocos metros, copados con macetas y enredaderas, del que siempre se había ocupado la fámula de la casa.
Ahora está lleno de malas hierbas, de caca de gatos que visitan a la gata de la casa y de bicho extraños que no figuran en los catálogos de bichos raros, porque en más de una ocasión el niño y yo habíamos atrapado algunos y tratado de buscar en un libro, el diccionarios de animales que le había regalado para el día del niño.
Como no quería admitir delante del niño que el diccionario fallaba o era incompleto o tal vez no muy bueno, “mutaciones”, le decía al niño, “son mutaciones de otros bichos, que no pueden estar en el diccionario porque este diccionario lo compramos antes que las mutaciones ocurrieran” y así fue como le hice vivir una vida de torceduras a todo tipo de alimaña que encontraban un vergel en el abandono.
“Por qué no es como todas las abuelas”, dijo mi yerno “y cultiva unas plantas, en vez de andar contándole cosas al niño”.
Hay que reconocer que el tipo es firme en algo, en rencor, por ejemplo, persistente como una mosca, y el niño heredó ese rasgo, sin duda, porque no hay modo que olvide que irá a verme en el Body, “por qué a papá le molesta que estés en el Body, Abu”, “no repitas eso niño, ya encontraremos otro lugar más lindo para depositarme si a tu papi le molesta tanto”.
Aunque este enojo no venía exactamente del hecho de pedirle al niño que me Plastinara, sino del día que fuimos a ver los dinosaurios.
Le dije desde que salimos, ya en la puerta: ”vamos a jugar a algo, pero antes de empezar tenés que pasar el test del buen participante”.
Siempre hay que presentarle a los chicos las cosas en formato de desafío, de ese modo ellos se enganchan, es diferente con las niñas. Con los niños, las cosas son más fáciles.
Lo noto en los cuentos, al niño le gustan sobre todo los que de una hoja a la otra hay algo por resolver, algo por develar.
“A ver”, le dije, “Este juego tiene una sola regla y consiste en que cuando te pregunte cuántos años tenés, vos me tenés que contestar: 4. Si contestas bien, al final de la tarde, te ganaste un premio”.
“Pero Abu, tengo 5”, “Ya sé niño, pero en eso consiste el juego, en que vos contestas 4, si decís 5, perdés, ¿entendiste?”
Entonces caminamos, pasando por la vidriera de los juguetes, y yo lo miraba, que se encontraba distraído, entretenido con los juguetes de la vidriera, y de repente le preguntaba: “¡cuantos años tenés!”, el niño respiraba hondo, sonreía, haciéndome notar que sabía que estábamos en el juego y me decía: “¡4!”.
“Muy bien, pero qué bien, qué niño inteligente, se va a ganar un premio…”.
Parados en otra vidriera, señalé un hombre, “mirá, leo los labios, ¿sabés qué dice aquel hombre de allá?”, “qué dijo”, decía el niño, mirando con los ojos abiertos asombrado que alguien hablara de él, un extraño, sin percatarse que era mucho más asombroso que yo leyera los labios, “qué, qué”, decía, “se pregunta, cuántos años tenés”, él sonreía y decía: “¡4!”.
Y así fuimos. Llenando el tiempo de trampas y propuestas; que uno preguntaba, que el otro también, que los muñecos en la vidriera murmuraban preguntándose cuántos años tendría el niño, y así.
Diez cuadras hasta llegar a la exposición, en la que se presentaban unos gigantes Animatronics, dinosaurios en su tamaño natural, así decía el cartel de la entrada.
Nos mandamos en la cola, mientras yo seguía diciendo una y otra vez al niño, “ya sabés, si alguien te pregunta, vos contestas 4, si decís 5, perdés”.
Cuando nos tocó el turno en la boletería, y al preguntar yo, si el niño pagaba, el boletero encaró al niño y le preguntó: “cuántos años tenés”, y el niño, presto, contestó: “¡5!”.
“Dos boletos abuela”, me dijo el tipo, señalando el cartel que decía: “niños menores de 4, inclusive, no pagan”.
El niño nunca supo que había perdido el juego, porque si le señalaba en dónde había fallado, era como admitir que le había estado enseñando a mentir.
Pero él continuó con el juego toda la tarde, esperando el tan ansiado premio, que terminó siendo un souvenir con forma de dinosaurio comprado en la propia exposición.
El niño, que una vez en la casa suele no contar demasiado lo que hizo, sí contó que había ganado un premio venciéndome a mí en el juego de decir que tenía 4 años.
“Mamá..”, dijo mi hija, “Adelaida…”, dijo mi yerno, “Abu…”, dijo mi nieta.
Todos jueces.
El niño nunca me preguntó en dónde estaba la gracia del juego, a él le pareció divertidísimo hacerse pasar por uno de 4, y en eso también coincidimos, además de en la alienación de la computadora, en fingir que tener menos años es muy divertido.
Mi comentario sobre que fingir tener otra edad es como un ejercicio, es como el ajedrez, estimula el pensamiento abstracto y las capacidades de la memoria, sin contar con los beneficios de la argumentación estratégica, fue inútil.
Mamá..”, dijo mi hija, “Adelaida…”, dijo mi yerno, “Abu…”, dijo mi nieta, repitiendo el gesto.
“Al jardincito Adelaida, qué bien le vendría sus teorías”, murmuró mi yerno.
“Abu, vamos a sembrar algo entre los dos”, me dijo el niño.
Ese fue el día que se me ocurrió sembrar las amapolas.
Adelaida Sharp |