Dentro de la boca de Manuela, navega el hueso de una cereza; se mueve como si las vocales estuvieran jugando a la ronda; mientras, se mira en el espejo y hunde las manos en los rulos vehementes, el sol queda atrapado en la borrasca de los hoyuelos.
La sombra de su cuerpo se refleja en un vértice agudo, como si fuera más que oscuridad una secuela; Manuela, un instante antes que el espejo la codiciara, se despereza como si cimbrara.
Retira el hueso de la fruta que zozobra en la nervadura de los labios, para depositarlo en el plato; en la mesa el desayuno parece que se ha quedado soñando.
Cuando el cuerpo de Manuela se desplaza, el espacio exhala, como si cambiara las perspectivas, mientras el sol se deshebra por los intersticios de la ventana, esforzándose por tocarla, ella se calza en los pies una obertura.
Manuela abre la puerta y la mañana se curva al bies, retrocede ante ella, pierde el equilibrio.
Se integra al paisaje, como si no tuviera peso; mientras avanza, el cuerpo ejecuta una partitura.
El perfume de Manuela se extiende como un magma con el que se escriben las palabras que irradian la comisura de los ojos, que con todo cuidado, se han quedado suturando las afonías de la calle, para no perderse a Manuela, que está yendo a jugar al parque.