Lo conozco desde hace unos meses, poco antes de su recidiva. Nunca me cayó del todo bien: más aún, me resulta fuertemente antipático. 

Ellos, la corporación de guardapolvos blancos, han sentenciado: “es melancólico”; yo, en cambio, pienso para mis adentros: “está melancolizado”. 

Para ellos no es una diferencia significativa: sí para él, aunque lo ignore. Ellos elaboran sus teorías, las sustentan en fallas y en suplencias y lazos perdidos. Imaginan un pasado (el de él) donde todo encaja con precisión, como un rompecabezas. 

En cambio, yo no sé prácticamente nada: de su pasado (el de él, que el de ellos no me importa): a duras penas si puedo hilvanar con sus palabras una escueta  narración salpicada de demandas imposibles de satisfacer, de culpas, de dolores… Fueron muchas pérdidas,  muchos miedos, todos en simultáneo, todos aterrorizantes… 

No sé ni quién es qué es: apenas si puedo decir cómo está, aquí y ahora.

Le sugiero que tome puntualmente la medicación y así muy pronto empezará a sentirse mejor. Sé lo que callo: el antidepresivo no mostrará su eficacia hasta dentro de un par de semanas. Pero, si él lo ignora, tal vez empiece ya mismo a producir cierto efecto placebo. Y si esto no ocurre, todavía habrá tiempo para explicárselo. (Me asaltan algunas dudas acerca de si la benzodiacepina es la más apropiada, pero sé refrenar mi lengua: ellos saben mucho más que yo, y de ninguna manera quisiera ganarme su odio. Además, la corporación no admite cuestionamientos).

Ellos dicen que es melancólico. Yo apuesto a que está melancolizado. Ellos formalizan su pasado. Yo quisiera acompañarlo a construir otro futuro.

Ellos dicen que padece melancolía agitada y han propuesto una segunda internación. Él accede. Viene a verme: yo insisto en señalar las diferencias: esta vez no es como la anterior, esta vez nos anticipamos, estamos a tiempo.  Apelo a la responsabilidad, afirmo que la medicación le va a permitir reducir la ansiedad y la tristeza, pero no lo van a curar: apenas si lo van a ayudar, para poder trabajar aquellos temas de los que siempre ha preferido no hablar… porque sabe que duelen. 

“¡Voy a internarme y les voy a decir que quiero estar bien, que voy a estar bien!”, grita, escandiendo cada cláusula con un fuerte golpe sobre la mesa, con ambos puños cerrados. “Bueno, si se lo decís", comento con un mohín, "no lo hagas así, porque suena paradójicamente agresivo… A ver si se asustan y te aumentan la Risperidona”… 

Seguimos engarzando prolijamente las diferencias. Casi sobre el final, comienza a repetir: “¡Les voy a decir que…!” hasta que descubre sus puños crispados; los relaja, se afloja, se ríe. Aún con la sonrisa en los labios, junta las manos casi en actitud orante y dice mucho más tranquilo: “No, no les voy a decir nada. Simplemente, voy a internarme y a ponerme bien. ¿Me vas a venir a visitar?”. “Por supuesto que sí”, replico.

Mientras lo acompaño hasta la puerta, le pregunto: “¿Cuánto tiempo hacía que no te reías?”. “No lo sé”.  

Ellos dicen que es un melancólico agitado. Ellos saben, tienen la teoría, y además probablemente tengan la razón. Yo prefiero apostar a que está melancolizado. Llegado el caso, reconoceré mi error. Pero, en situaciones como esta, prefiero siempre la apuesta esperanzada al saber de la derrota.