Palermo
Danilo Albero Vergara, escritor argentino

El primer recuerdo que me trae la ciudad es la de una asistida decadencia, pero es más que eso. El segundo es proustiano, pero no por la magdalena: en la primera cena en una pizzeria e ristorante, tuve una metamorfosis gustativa, y me amigué con el sabor de la rúcula; hasta ese momento, un sabor que rechazaba. Fue un satori papilar que no me sorprendió, hace años, en mi segundo viaje a México me pasó otro tanto con el cilantro. Dos días después de mi llegada a Palermo, sería el intercambio de embajadores con el espresso, más todavía: el café ristretto.

Más habituado a la ciudad se percibe la tradición de una cuidada y decadente aristocracia, a la que una rata de biblioteca con mi prosapia identifica con el príncipe don Fabrizio. También se evidencia su historia como cuna de la mafia, a la que una rata de biblioteca con mi prontuario identifica con Don Vito de Mario Puzzo-. Estos dos mundos han convivido en los lujosos salones del Grand Hotel Et Des Palmes en la via Roma donde, cuentan, se pactaron treguas de algunas famiglie de la mafia. Esta presencia mafiosa, en su historia y pasado aflora en el humor negro de los palermitanos: en los cocktails, variedades de pizzas y souvenirs que aluden a esta sanguinaria hermandad.

De la experiencia en la ciudad no me consta que los sicilianos sean mafiosos, sí caballeros.

La presencia de la antigua Bizancio primero y la española, después, es visible en edificios e iglesias. En los mosaicos del techo de la Cappella Palatina veo, entre otros relatos del Antiguo y Nuevo Testamento, a Caín en el piso mientras Abel se dispone a ultimarlo con el hacha, concretamente con el contrafilo u ojo del hacha -en Chile se decía "mocho del hacha"-. Recordé una expresión muy frecuente en la provincia para indicar que alguien ultimó a su rival "le dio con el ojo del hacha" -en Chile "le dio con el mocho del hacha"-. A la serie de fotos le añado dos con este detalle.

Cerca de Quattro Canti, en una oficina de turismo nos atiende un erudito y paciente guía turístico que nos traza el recorrido acorde a nuestros intereses y de entrada nos indica la chiesa di Santa María dell Ammiraglio, a escasos cincuenta metros de su escritorio, y nos advierte para que no perdamos detalles de su continuidad arquitectónico-teológica de iglesia bizantina a cristiana barroca española, pasando por el intermezzo romano paleo cristiano, con sus baldosas de mármol con incrustaciones en opus sectile. Al saber nuestra nacionalidad, hará una observación o asociación de ideas que, con variantes, se repetirá a lo largo de la estadía en Sicilia: "Argentina, Perón, Mussolini, fascistas, nazis". Nunca, una referencia al papa Francisco.

En un café del Giardino Garibaldi nos reponemos de una caminata por la costanera de la Cala y planeamos la visita para el día siguiente: la Piazza del Parlamento y el Mercato del Capo. De regreso al hotel, en un café de la Piazza San Doménico, descubro el espresso y, en la segunda vuelta, me paso a la famiglia del ristretto. Llovizna y vemos que, desde los balcones, la gente descuelga la ropa tendida, costumbre en todas las ciudades que habríamos de visitar en la isla. Tomo nota y fotos de otra particularidad, en los edificios del casco histórico no abundan los ascensores, un señor que acaba de salir de uno, se palpa los bolsillos y ve que le falta algo; hace una llamada por el celular. Desde un balcón del último piso se descuelga un balde azul con una soga, el fumador empedernido toma un paquete y un encendedor. Antes que el balde vuelva a su lugar ya largó la primera bocanada. Un poco más adelante, un repartidor toca un timbre, habla por el portero eléctrico y se descuelga un canasto con una cuerda. Bajo una sutil lluvia, con un fondo de balcones llenos de macetas con flores, fotografié al balde azul y al canasto balanceándose.

El Mercato del Capo permite nuestro primer encuentro con frutas, verduras y quesos de la zona. El tomate es originario de América, pero jamás había visto tal variedad, desde amarillos a rojos, pasando por azul verdoso, algunos estrellados, otros de piel rugosa como zapallos.

En las calles más estrechas de Palermo, las calzadas son para estacionar los autos, los peatones andan por la calle. Por avenidas y calles principales los vehículos estacionan en las paradas de ómnibus. En toda Sicilia, muchos automóviles tienen espejos retrovisores rayados, abollados, rotos o solo han dejado un muñón como registro de su existencia.

Los exteriores de los edificios se ven parchados y ruinosos, sus ventanas pintadas y relucientes, a través de cortinas y cristales, en los interiores todas las comodidades tecnológicas imaginables. Cables y caños se descuelgan por las fachadas. Porteros eléctricos con visor aparecen al costado de ruinosos y parchados portones. Pátinas del tiempo que certifican abolengo arquitectónico. En este aspecto, Palermo recuerda a Budapest, pero lo que allá parece ruina y pobreza acá es distinción. Como los dandis británicos del siglo XIX ostentaban ropa de calidad muy usada, los palermitanos lo hacen con las fachadas de sus edificios.

Dos personas son tres amables y corteses opiniones. Ciudad multirracial, donde los ropajes hablan de proximidades desde el Himalaya hasta la costa africana. Rastas, conviven con chilabas y variedad de turbantes. Mujeres y hombres bellísimos donde se entremezclan todas las rutas del Mediterráneo, del Tirreno, del Jónico y del Adriático. A bordo de la navetta, un bus turístico gratuito que recorre los puntos claves son más los pasajeros con bolsas de compras de mercado que los turistas. Dos mujeres mayores comentan algún evento político de la ciudad y una remata con un: "como dijo Platón..." y dice la cita; a lo que otro pasajero retruca que esa frase no es de Platón sino de Tucídides.

A dos cuadras del hotel encontramos una tienda de delicatessen con especialidades de la isla. Desde la calle llega el estruendo de una motoneta de un adolescente, a la que le adosó dos parlantes tan grandes como él, desde donde resuena música electrónica. El ruido es insoportable. Pienso que de ser Don Vito Corleone le habría mandado al descomunal y acromegálico Luca Brasi para que lo fondee, motoneta y parlantes incluido, en la parte más honda de La Cala.

Un señor mayor, de traje y corbata, que espera en la cola de la caja interrumpe mis pensamientos homicidas y dice con voz muy calma: "La mamma del imbecile è de servizio"; manera tan elegante como elíptica para decir que la madre del motonetista ejerce la profesión más antigua del mundo. Nuestras carcajadas se suman a la del resto de los compradores. Una agudeza de Gracián, pero dicha por el príncipe de Salina, Fabrizio Corbera; el de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

 

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